No soy devota, no soy atea y creo en lo que me hace falta creer para seguir viviendo sin desesperación.
Hace años un miércoles Santo estaba ingresada en un hospital con la cabeza rapada y los ojos amoratados. Sin apenas carne en mi cara, sólo me quedaba una gran sonrisa de dientes quebrados que la ocupaba entera. El día no prometía mucho. Mi madre sentada a los pies de la cama, vigilaba mis progresos. Dos compañeras de habitación y un montón de amigos que entraban y salían intentando disimular la impresión que causa ver la fragilidad del ser humano. Realmente no era el mejor plan para un día festivo. En extraño guiño a la realidad tangible, mi mente se distraía paseando por las calles que estarían invadidas de marineros de San Fernando. Yo no podría ir a ver la virgen del Rosario encerrarse en Santo Domingo y no los oiría cantarle la Salve marinera. No lo haría en cuerpo, pero nada impedía revivir el recuerdo, incluso soñarlo con mejoras. Cientos de almas expectantes observarían en silencios rotos por las ordenes escuetas del capataz la entrada triunfal de la imagen. Paso adelante, dos atrás. Baile lateral y la música llenando el poco espacio entre cuerpo y cuerpo. Cada uno pensando en sus cosas, unas más místicas, otras más profanas. Un montón de energía en suspensión, quizás diferente a la de cualquier otro espectáculo que reúna a un puñado de personas acompasadas para la misma acción. Quizá igual. A mí me gusta la que siento allí.